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Experiencias de viaje, montaña y mochila.

Soñé que caía. A mi lado una pared de piedras negras, como turmalinas. Mi mano no alcanzaba a aferrarse a ellas. El sueño era un salto que me hundía en el aire.

Se lo conté a Lu todavía encapsulada en mi bolsa de dormir. Me revivieron unos mates que hicimos sin sentir las manos.

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Check: primera noche del viaje, superada. Habíamos buscado un lugar más o menos plano bajo la lluvia. Al armar la carpa se cortó una varilla. No hicimos fuego, la leña quedó guardada en el auto. La oscuridad en el bosque era total. Ahora nos despertaban árboles húmedos, los pies congelados.

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En Ushuaia pudimos usar el auto de mi vieja. Metí la llave, abrí la puerta. Lo encendí para que al entrar quisiera sacarme campera, gorro, guantes, todo. En el resto del viaje no habría autos-fogón. Por qué darle esa utilidad ahora? Los días de circuito en la montaña no habría más abrigo que el de una bolsa de dormir o el propio cuerpo entrado en calor. Giré la perilla de la calefacción al máximo.

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Salí y fui a ayudar a Lu a desarmar la carpa. Levantamos todo y nos metimos en el auto. Esperé a sentir las manos como cinco o diez minutos, entonces puse la marcha. Al salir del bosque vimos que las montañas tenían una capa de nieve a lo azúcar impalpable. Explicación válida para el frío. Pero la sangre hervía, había más parque para ver.

Bosque de Ushuaia en otoño
Señales del otoño: hojas de lenga en el piso del bosque fueguino.

Fuimos al Paseo de la Isla o a lo que yo creía que era el Paseo de la Isla. Empezamos por un lugar con huellas. Seguimos por un camino propio, sin más marcas que las de nuestros pies.

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El clima inhóspito de Ushuaia me da una felicidad que sale del cuerpo. Te hace olvidar horarios. Si llueve, no moja. Lo salvaje sigue estando ahí a pesar de todas nuestras estructuras. Hay un grito desde los valles aunque el silencio se vea en todas las piedras.

Floren Ferretto - Ushuaia - Saltoexplorers

Cocinamos sopa para estrenar la garrafita de gas que sería la cocina móvil del resto del viaje austral. También teníamos tomate, pan y latas de atún que abrí reinventando la cortaplumas.

Fui muchas veces al parque cuando vivía en Ushuaia. Sol, viento, nieve, sol de nuevo, piso congelado, piso derretido, piso seco. Lo conozco en todas sus versiones. Pero todas las veces que voy me rodea un aire distinto pero igual al de siempre. Ahí me perdía, me salía de los caminos por no querer hacer las sendas turísticas. Corría en el parque sin la noción de mi ritmo, sin sentirme. Un lugar donde leí libros por segunda o tercera vez, porque el leerlos ahí le daba otro significado a la lectura o era la única lectura que contaba como tal.

Aunque siempre vuelvo, ese lugar fue y es todo eso porque lo quise dejar atrás. Hola, ambivalencia. Cuando escribo, vuelvo. Cuando hablo con otra gente del bosque y de las montañas, vuelvo. Lo sintonizo cuando me tomo un avión a Ushuaia y cuando salgo a correr con viento y lluvia en cualquier ciudad y me imagino el olor a ramas de lenga mojada.

Prefiero este lugar en la medida de esa vuelta.

 

Me gusta la idea de un lugar al que volver para irse de nuevo.

 

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