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Experiencias de viaje, montaña y mochila.
Vistas de la ciudad de Barcelona sobre el nivel del mar

Cada una de mis salidas dieron a la ciudad un color nuevo. Barcelona se transformaba en Barcelona-según-Floren.

Se acercaba el verano y se alargaban los días. Las vueltas que al principio traían algo nuevo en cada esquina -como la vez frente a La Pedrera– se me empezaban a hacer tan familiares como lo cotidiano de tomar leche de almendras.

Vivir en Gràcia me dejaba sin excusas: las plazas que a la noche se llenaban de gente las tenía a unos pasos pasando Lesseps por Carrer Gran de Gràcia y las montañas frente al mar a unos minutos pasando el puente/Viaducte de Vallcarca. Cualquier inclinación o escalera renovaba el sabor de Ushuaia en mis piernas. Lo angosto de la calles y las fachadas de los edificios con las banderas catalanas me recordaban que estaba en Barcelona y que solamente quería vivirla. Obligarme a salir todos los días aunque fueran 15 minutos era como tener y pasear a un perro invisible.

Fui acompañada y otras veces salí sola. Siempre descubro cosas yendo sola. De afuera y de adentro. El afuera se me descubre un poco mejor cuando voy con gente. Y salir con gente, conocer personas, fue lo que hace que me acuerde de muchas cosas, más allá de las calles y las fachadas que se me hacían reconocibles y que hoy se me vienen a la mente mínimo una vez al día.

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Antoine diciendo “qué bonito, qué bonito” en los búnkers no tuvo precio. Una noche, antes de bajar al Born a tomar algo en un bar con sus amigos, subimos al Parc del Putxet. Antoine lo visitaba por primera vez. Vimos el Tibidabo en medio de una bruma que lo hacía parecer incendiado. En la foto que sacamos, parece la erupción de un volcán.

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Tibidabo hecho volcán.

Una tarde comí mandarinas con Anna mirando los techos de Barcelona. Subimos a ese lugar del que sigo sin saber el nombre. Reconocimos edificios y construcciones del centro -como el Fnac y el Corte Inglés- mientras el viento decía que nos fuéramos o que nos quedáramos ahí porque no pasaba nada más que viento.

Me tiré una tarde en la playa de la Barceloneta con una catalana anarquista que ama las ballenas y que había ido sola hasta Puerto Pirámides solo para ver la Franca Austral. Y la escuché hablar de género y del amor libre y más tarde tomamos birretas en Gràcia. Otra vez terminó convidándome pan de centeno en Sants. En la Nit dels Museus, sin plan previsto, salí del piso y caminé hasta el Forum. Supuestamente habría una muestra de Kandinski y eso me haría acordar a Juli. A la obra de Kandinski no la encontré pero terminé escuchando gratis y en vivo al saxo de Eva Fernández. Anduve en el Penny que llevé en mi valija por la Av. Diagonal y por el Passeig Sant Joan. También me lo llevaba en el tren cuando iba a la facu.

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Después de 3 o 4 veces pasando por Carrer de Verdi, decidí que era mi calle favorita de Barcelona. Tomé mates con yerba Taragüí sabor a naranja con Olga y eso fue parte de un encuentro cultural que nos sigue conectando. Con Pau terminamos viendo el concierto de Coldplay y otra noche salimos a probar un boliche gay que terminó estando cerrado -era domingo-. Terminé “El Nombre de la Rosa” en catalán arriba del Parc Guell. Un montón de tardes y noches di vueltas con los auriculares puestos -porque a veces solo miro con los ojos.

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Estas y otras cosas tuvieron lugar entre abril y mayo. Desde entonces hasta volver a Argentina en julio, volví al edificio solo cuando ya no había más que exprimir. Si seguía habiendo, ¿para qué volver?

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