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Experiencias de viaje, montaña y mochila.
Un día en Bilbao: la ría y el Guggenheim

Cuando el hombre de la van nos dejó en la estación de buses de Bilbao sentí que Santander había sido algo así como un espejismo perdido en alguna dimensión de mi cabeza. Volvía a estar en la esquina en la que había hecho dedo un poco más de 24 horas atrás. Solo faltaba la cortina de lluvia impalpable.

-Vi unos lockers ayer. Podemos dejar las mochilas acá y las buscamos antes de ir a la casa.

Salimos sin peso de la estación y fuimos a buscar el Guggenheim. Era la parada obligada de O. La mía era llegar a Gaztelugatxe en algún momento dentro del corto tiempo que teníamos, a dedo. Y adelanto: quedó pendiente como una burbuja explotando en cámara lenta.

Entramos a un lugar equivocado y nos dieron indicaciones. Caminamos más, filmé un parque que había visto en los videos de una youtuber que vive en Bilbao y caminamos más hasta que apareció un perro floreado gigante. Ambos atributos desconcertantes.

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Entrada al Guggenheim y perrito – Foto de O.
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Perro gigante floreado – Foto de O.

Entramos al museo. Es más impactante la estructura en sí, lo que ves desde afuera. Adentro no me dejaron filmar mucho en cuanto se dieron cuenta de que estaba con la cámara. Perdimos la noción del espacio en un laberinto discontinuado. Vimos obras de una francesa que me impactó y me interesó y me impactó más cuando vi su biografía y lo coherente que era con su propio mundo. Miramos palabras azules y rojas que subían y bajaban y parpadeaban y formaban textos. Compramos postales para regalar y salimos.

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No fue una invasión de arañas mutantes ni salía humo de la ría. Pero sí, parece una peli. – Foto de O.

No usamos un mapa. Más que imponernos un ritmo dejamos que un compás nos atrapara y decidiera por nosotras. El lugar se descubrió solo y con coincidencias en las que no creo. Lo único que podríamos haber previsto fue a dónde comer. Nos costó encontrar algo barato pero gracias a eso recorrimos mucho. Terminamos compartiendo un plato en un lugar que tardó muchísimo en servirnos. Mal servicio nivel-pelo-en-la-comida-fría y no una botella de vino sin abrir, sino una ya abierta “porque te cobramos lo que tomes”. Dejé de filmar para ahorrar batería.

O. había sacado de su mochila grande el vino dulce que llevaba como un amuleto desde Málaga. Ahora estaba en su mochila chiquita. Muy a mano. Muy merecedor de ser protagonista de la tarde. De la nada estábamos en lo que es el casco histórico y empezaron a aparecer banderas gay cruzando la calle. Pegaba el sol del atardecer y la luz daba de frente. Había mucha gente y nosotras avanzábamos como sabiendo lo que nos esperaba. Nos encontramos con otra parte del río y puentes en los que se estaba armando una fiesta. Paraíso.

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Nos sentamos muy tranquilas, charlamos y miramos alrededor e intentamos convencernos de volver ahí más tarde mientras la botella seguía pasando de una mano a otra hasta que se nos ocurrió mirar la hora. No me acuerdo los datos precisos pero teníamos algo así como 30 minutos para ir a buscar las mochilas a la estación antes de que cerrara el servicio de guardaequipaje. Nos levantamos como si hubieran hormigas en los escalones.

Empezamos a caminar antes de tener claro cómo llegar a la estación desde ese no-lugar que era el principio de una fiesta. Volver por nuestros pasos era dar por perdida cualquier mínima chance. Habíamos caminado toda la tarde y ahora había que desandarse.

Entonces me vi corriendo. Corrímos las dos por el centro de Bilbao. Creo que nadie nos vio. El aire frío en la cara o la cara hecha aire frío. El cambio en la respiración. Me sentí en una clase de educación física del colegio. Y corrí riéndome por adentro.

O. quedó atrás con mi cámara y yo corrí más rápido. Iba a llegar. Después terminaríamos la botella, después tomaría aire, después iríamos a buscar la casa con la habitación reservada por Airbnb. Todo podía esperar mientras yo corría.

Llegué a la estación y metí la cabeza en el mostrador del guardaequipaje. Tenía dos minutos de sobra, literal, y entonces me reí enserio. El tipo se debe haber quedado sorprendido por mi reacción de éxtasis. Salí con una mochila en cada brazo, casi sin poder caminar y me quedé esperando a O. en la esquina. Cuando me vio con las mochilas gritamos, seguimos riéndonos y terminamos el vino que ya estaba asqueroso. Además, para hacer más loca la situación, estuvimos hablando con un turco al que O. conocía de Barcelona.

En España viví la sensación de estar presente en el momento. Y más en estos viajes que hice con O. durante los fines de semana. Lo relajado de no pensar en lo que hay que hacer mañana ni en lo que no se hizo ayer. Todo se descubría solo segundo a segundo. Yo acompañaba y estaba ahí, siendo y nada más.

Tomamos un metro hasta la casa y al salir ya era de noche. No estábamos en Bilbao, estábamos en un pueblo muy pegado pero más cerca del mar. Por suerte y no sé cómo O. se ubicaba así que en medio de un barrio con casas enrejadas y árboles que dejaban la calle oscura llegamos a una casona en la que nos alojó una señora grande que recibía a muchos viajeros desde hacía muchos años. Nos hizo un recorrido rápido bajo unos techos altísimos y nos dejó en el último cuarto al que se entraba pasando por una sala enorme.

Nos acomodamos en la habitación y no volvimos a la fiesta en Bilbao. Nada tuvo que convencernos. El día ya nos había dado una fiesta en sí.

 

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